El Poder De Perdonar

EDUARDO PITCHON - London

"Perdona nuestras ofensas tal como perdonamos a quienes nos han ofendido"

Padrenuestro

He optado por escribir sobre el perdón por dos razones: la principal, es que lo considero de importancia central en mi perspectiva de la vida y en mi trabajo como psicoterapeuta. La segunda, es que éste tema ha sido ignorado en el campo de la salud mental.

Con este artículo tengo la intención de corregir, en la medida de lo posible, el desequilibrio existente. Me parece que es una tarea urgente y necesaria, ya que hoy, más que nunca, el concepto del perdón necesita ser reconocido por la conciencia de la humanidad para poder iniciar una discusión amplia y profunda sobre este concepto. El mundo necesita nuestro perdón, debemos aprender a perdonarnos si es que va a existir una verdadera sanación.

Cómo uno se ve a si mismo, cómo uno ve el mundo y cómo construye sus relaciones con los demás, definirá cómo uno vivirá la propia vida, y cómo será esa vida. Creo que la vida tiene siempre el potencial de ser un proceso natural, vivo, de crecimiento dichoso. Me gustaría concebir este trabajo como un esfuerzo en ese sentido, y como un intento de recordar cosas que -allá en el fondo de nosotros mismos- todos ya sabemos.

He observado que en términos generales existen dos tipos de personas; aquellas que ven medio vaso de agua como medio lleno, y quienes lo ven como medio vacío. El vaso es el mismo; esto es un hecho, es lo real. Lo que cambia es nuestra percepción. Así pues, la manera como se percibe algo, hace toda la diferencia del mundo para el individuo y su entorno. Es importante para nuestro equilibrio mental y emocional mantener esto siempre en mente. Lo que una persona percibe, no es toda la realidad, nunca es la verdad absoluta, es sólo un punto de vista. La percepción no es un “hecho” es más bien un reflejo en el espejo de nuestra conciencia. La manera cómo percibimos algo y formamos nuestras opiniones dependerá de quiénes somos y desde qué ángulo abordamos la cuestión.

Como saben, cada uno de nosotros tiene muchos puntos de vista diferentes, muchas ideas sobre toda clase de temas. Algunos de estos pensamientos pueden ser útiles y llevar a más crecimiento y desarrollo. Las ideas y maneras de ver benéficas pueden aportarle serenidad a la mente, paz al corazón y dicha a la vida del individuo. Los pensamientos menos benignos no ayudan y hasta pueden llegar a ser destructivos, trayendo amargura al corazón, miedo a la mente y ansiedad a la vida.

La psicoterapia es un paciente proceso de indagación y exploración de la manera de pensar de un ser humano, de sus diferentes pensamientos, que con frecuencia son contradictorios. Si alguien opta por embarcarse en lo que llamamos psicoterapia, lo que en realidad está haciendo es abrirse a un íntimo escrutinio por otro ser humano. En este proceso, intentará compartir sus secretos mejor guardados, sus sueños más profundos, sus temores más oscuros, las opiniones de su alma y sus anhelos más acariciados. Es una paradoja, que al dejarse conocer, uno llega a conocerse. Al prestarle atención a las diversas voces que hay dentro de nosotros, y dejarlas salir a la superficie, llegamos a conocer y reconocerlas. De esta manera, una persona tiene la oportunidad de “re-pensar”, cambiar de parecer y traer nuevo orden a su mundo. La psicoterapia ofrece un espacio de reflexión, es una oportunidad de cambio ya que propicia el desarrollo de una mayor capacidad de comprensión, de una mayor fuerza emocional y permite alcanzar la paz mental. Digo que es una oportunidad, pues el resultado no es seguro, dependerá de cuán dispuesta esté la persona a cambiar su manera de pensar y abandonar sus creencias destructivas. Esto es lo que determinará el resultado de la terapia. Nada más, nada menos.

Al cambiar el enfoque, uno cambia la opinión; al cambiar la opinión, uno cambia la vida. Esto no es una mera teoría psicológica, sino lo que yo llamo “realidad psicológica”; y esto que digo no es nuevo, el gran psicólogo estadounidense William James dijo, hace casi un siglo: “El hallazgo más grande de mi generación es haber descubierto que al cambiar la actitud característica de la mente, uno cambia su vida.”

Perdonar es una manera poderosa de cambiar la mente. Es una manera poderosa de purificar el propio corazón y traer serenidad a la propia vida. Mi madre, que es una buena maestra, me dio esta importante lección: “Nuestra tarea más importante en la vida es serenar nuestra mente, y esto sólo se puede hacer aquí mismo, en donde estamos y ahora mismo, en el momento presente.” He descubierto que el perdón es la llave que abre el camino a la mente sosegada, la armonía y la serenidad a las que se refería mi madre. En esta vida, siempre tenemos la alternativa: “¿Quiero la paz? ¿O quiero tener la razón?” Si quiero la paz, escojo un camino; si quiero tener razón, tomaré otro. El perdón no es un acto de aprobación, es un acto de absolución. No es un sentimiento, es una decisión de la mente, que debe ser implementada por el corazón. Al perdonar, uno no está diciendo que algo que fue malo es ahora bueno. Perdonar es algo bien diferente, perdonar es reconocer que algo que pasó, pues pasó, y resolver dejar la cosa ahí, dejarla descansar en un sitio de paz, fuera del alcance de la amargura, el resentimiento o de la inculpación.

Un día intenté un experimento. Le pregunté al dueño de un café en la calle donde vivo en Londres, “¿Qué piensa Vd. del perdón?” El pobre señor se quedó un poco corto al principio, pero luego, dijo algo realmente bello:

“Perdonar es algo honorable. Para poderlo hacer, tienes que ser más que humano. Quiero decir, para poderlo hacer bien. De todas las cosas por las que podemos esforzarnos, creo que el perdón es la más importante para nosotros mismos y para los demás”.

Me da la impresión de que las personas le asignan un alto valor al ideal del perdón, y a pesar de esto, a nosotros mismos y al mundo nos desgarran conflictos no resueltos, no perdonados. Yo y lo mío, tu y lo tuyo -esta parece ser nuestra manera cotidiana de pensar; y por pensar así, creemos que la realidad es así, y actuamos en consecuencia. El resultado es obvio: defendemos lo que entendemos por nuestros derechos y atacamos a los demás. Como resultado, los niveles de miedo, estrés, infelicidad y sentido de vacío (personal y social), no hacen más que crecer. En la actualidad las personas parecen andar siempre aceleradas, tratando con frenesí de llenar huecos que nunca podrán llenarse. Esta es una manera tosca y poco satisfactoria de encarar el diario vivir, y pienso que es el origen de muchas enfermedades y mucho malestar.

Hay otra manera de experimentar la realidad, si decidimos acogernos a ella. La alternativa es perdonar, en el sentido que le dio el dueño del café. Como ya dije, la capacidad de perdonar depende de la disposición a perdonar. Perdonar es siempre difícil, pues exige un cambio de enfoque, un cambio de parecer, y este cambio es difícil porque, como Vds. saben, las personas pueden pasarse la vida huyendo de sí mismas. Cambiar de parecer es un proceso, que requiere tomarse el tiempo necesario para llegar a conocer la propia mente, el propio parecer, antes de poder cambiarlos. Esto es lo que la psicoterapia trata de ayudarnos a hacer.

El psiquiatra estadounidense, el Dr. Jampolsky, dijo que: “Perdonar es renunciar a la esperanza de un mejor pasado.” Esto significa que uno hace las paces con el propio pasado, que no lucha más con él y lo acepta, permitiéndole ser lo que es. A través del perdón Vd. le permite a su mente deshacerse de sus enredos.

El perdón es la expresión suprema del sentido común y del interés personal más esclarecido. Si usted toma la decisión de ver a todos los que le rodean como hermanos y hermanas, y opta por perdonarlos, al liberarse de ese lastre y perdonar, experimentará un efecto benéfico hacia usted mismo. Quedará entonces libre de seguir adelante sin la carga de un bagaje sin resolver, que le frena y le pesa.

Freud escribió una vez que: “La tarea del análisis era la de asegurar las mejores condiciones psicológicas para el funcionamiento del ego.” Mi labor como terapeuta me ha enseñado que el ego funciona mejor cuando viaja liviano. Cuando no lleva la carga de la rabia, el miedo, la ansiedad y la culpa, queda libre para experimentar otras cosas, como la paz, la dicha y la gratitud. Como usted dispone del libre albedrío, tiene la capacidad de construir cercas o tumbarlas. La decisión, como siempre, es suya.

Perdonar es una buena manera de quedar más ligero y en la luz, al dejar ir los elementos oscuros de nuestro ser. De esta manera, abrimos áreas cercadas que permanecieron cerradas y vedadas por mucho tiempo, y reincorporamos estas áreas en provecho propio. Esta perspectiva fresca expande nuestra identidad, libera nuestra energía y permite que el proceso de sanación inicie su curso.

Me gustaría pasar un tiempo explorando el perdón desde una perspectiva un tanto diferente, una perspectiva religiosa. La mitología religiosa tiene mucho que enseñarnos sobre el perdón. Empecemos examinando al judaísmo, la más antigua de las religiones de occidente. El judaísmo le confiere gran importancia al refinamiento del ser humano. Nos enseña que cada persona está dividida por dentro. No somos del todo unitarios y completos, cada cual tiene una especie de división que recorre su ser. Estamos envueltos en una lucha interior, librando una batalla entre la “inclinación maligna” y la “inclinación de bondad”. La inclinación de bondad es lo que nos acerca a Dios, a nuestra esencia, a lo que somos en verdad, mientras que la inclinación maligna es la que nos aleja en la dirección contraria, lejos de Dios o, si prefiere, lejos de nuestro centro. Una es una fuerza que lleva a la madurez, a la integración y a la condición de ser una unidad completa; la otra lleva a la alienación y a la ruptura. En mi opinión, el principal propósito de la religión judía es alentar y fortalecer el desarrollo de la inclinación de bondad en el ser humano. Hay en el judaísmo una palabra que resulta central en su pensamiento: “Teshuvah”, que significa arrepentimiento. El arrepentimiento significa, en realidad, un concepto radical: es un echar para atrás. Implica parar en seco y dar un giro de ciento ochenta grados, y volver a Dios. Cuando un hombre gira y se dirige hacia Dios, efectivamente está dirigiendo su atención hacia sus más encumbradas aspiraciones, sus valores más altos, sus ideales más elevados.

La Biblia dice que: “El Hombre está hecho a imagen de Dios.” Cuando un individuo maduro opta por creer, y se apropia de este concepto con seriedad, no puede hacer menos que ser consistente. El o ella intentarán vivir, actuar y pensar de una manera que sea un reflejo fidedigno de lo Inefable. El rabino Schneerson, el rabino de los Lubavitch, solía decir que no había en realidad personas malas en el mundo, pues nadie puede pecar a menos de estar poseído por el “espíritu de locura”. El espíritu de locura significa la amnesia. Olvidar quién es uno en verdad, y no vivir desde la parte más profunda, más central del propio ser. Si nos tomamos el tiempo de pensarlo, veremos que esta observación es verdadera y poderosa.

El vocablo “pecar” significa “no dar en el blanco”. Cuando uno peca significa que está confundido, que apunta a lo que no es. Por eso el arrepentimiento, “Teshuvah” es central en el pensamiento judío, pues el arrepentimiento tiene que ver con reparar el mundo al corregir la propia puntería y escoger el blanco correcto. Desde este punto de vista, primero viene el arrepentimiento, y el perdón seguirá, tal como el día le sigue a la noche. No es que el arrepentimiento y el perdón sean dos cosas diferentes; en realidad son una misma. Si quiere perdonar, primero tiene que arrepentirse para cambiar un juicio que tenía. Así es como uno libera algo y lo deja ir.

Otro ejemplo de la importancia del perdón en el judaísmo, lo encontramos en un artículo escrito hace algún tiempo por el Gran Rabino de Gran Bretaña, el rabino Jonathan Sacks, publicado en el Times de Londres. Lo tituló “El perdón es un Don de Dios, que debemos querer y cuidar”. Termina así: “Necesitamos el perdón. Es lo que nos ayuda a sostener las relaciones, construir matrimonios que duren, mantenernos cercanos a nuestros hijos y cercanos a nuestros amigos. Decimos cosas que duelen y hacemos cosas que hacen daño. Y así hacen los demás con nosotros. El mero hecho de poder pedir perdón y ser perdonados es uno de los dones más benditos de la humanidad, y nada tiene de sencillo. Lo sustenta una determinada visión del Universo: la creencia de que Dios perdona. El perdón es el antídoto de la tragedia. Humaniza el mundo.”

Esto demuestra con claridad el alto valor que la tradición judaica le confiere al perdón. Es el cemento que mantiene juntos a los ladrillos. El perdón es un alto ideal, no siempre fácil de seguir. Esto sucede porque el ideal del perdón es un absoluto, mientras que la práctica del perdón es siempre relativa. Posiblemente nunca lograremos lo absoluto, pero podemos tratar de intentarlo, manteniéndolo en mente. Del mismo modo que un viejo navegante en la noche mira las estrellas que le indicarán el camino. Como dijo el rabino Herschel: “El hombre debe aspirar a la cima para poder sobrevivir en el llano.” Tratar de imaginar con algún grado de certidumbre en que consiste el perdón absoluto, es una cosa bien difícil; estamos limitados en nuestra imaginación por nuestros pensamientos, nuestras opiniones, y por lo que creemos saber. Alguien dijo, “Cada uno está limitado por los límites de su propia visión”. Sin embargo, sigamos examinando nuestro tema.

El Cristianismo es otra religión que tiene mucho para enseñarnos sobre el valor del perdón. Consideremos la Pasión de Jesús en la Cruz. En esta historia, el perdón queda elevado a la cima más alta, y de esta manera se trasmuta, se transforma en algo muy diferente, se vuelve divino. El Evangelio nos dice que cuando lo estaban clavando en la cruz, Jesús pronunció las palabras inolvidables: “Señor, perdónalos, pues no saben lo que hacen.”

Con estas sencillas palabras, Jesús le estaba dando su absolución al mundo. Este acto de perdón fue un acto de compasión universal dirigido a la crueldad y la insensatez del mundo. Que este perdón era real, que manaba de su corazón, es algo que sabemos más allá de cualquier duda. Lo estaba concediendo con su última respiración. Al perdonar de esta manera, tan profunda, Jesús no estaba aprobando el comportamiento de los hombres que lo torturaron y trataron tan mal. No estaba confundido, no pensó que lo que le estaban haciendo fuera correcto y apropiado. Sabía que quienes lo atormentaban se equivocaban, sabían que lo que estaban haciendo era maligno y sabía que estaban desafiando todas las leyes atenientes a un comportamiento humano decente y además, sabía que estaban desafiando los Principios Divinos que rigen el Universo. Es interesante notar que sus últimas palabras no fueron el “Shemá”, un rezo que afirma la unidad de Dios, como habría sido la costumbre judía, en ese entonces y ahora. Con sus últimas fuerzas, se apartó de la costumbre. Necesitó hacer esto para poder perdonar las injusticias del mundo. Hay algo importante, una lección que podemos aprender de esto, y es que para perdonar, uno tiene que apartarse de lo habitual, de la vieja manera consuetudinaria de ver las cosas, y adoptar otra perspectiva. El perdón siempre implica un cambio de perspectiva, una manera diferente de mirar un incidente, y darle una gran vuelta a un juicio. Esta perspectiva fresca lleva a una comprensión más completa y profunda de una situación. Con esto en mente, consideremos “¿Por qué perdonó Jesús?”. Mi opinión es que Jesús pudo perdonar porque sabía, más allá de toda duda, que los individuos que lo atormentaban no estaban actuando desde la parte más alta, más consciente y más esclarecida de su ser. Muy por el contrario, sabía que esas pobres personas estaban a merced del impulso de sus instintos más bajos, encerrados en una “caja de ensueño”, asediados por la confusión, la rabia y la ignorancia. En realidad, no sabían lo que hacían. Al perdonar, Jesús no estaba condonando sus acciones, estaba mostrando compasión por sus tinieblas. Creyeron crucificarlo a Él, cuando en realidad se crucificaron ellos mismos.

Es importante recordar que después de la historia de la crucifixión, viene la de la resurrección. Esta es una historia de triunfo y de ruptura de ataduras, una transmutación de lo relativo a lo absoluto, desde nivel material hacia la Esencia Divina. Por la muerte de Jesús, el Cristo resucita. Mi colega David Black ve esta historia como “una enorme declaración de esperanza: que aun cuando la hagan trizas una y otra vez, el amor y la sinceridad jamás pueden ser destruidos por completo.”

Antes de dejar el campo de la religión, hay un cuento que quisiera compartir con ustedes. Es una historia tibetana sobre el encuentro del Dalai Lama con un viejo amigo. Quizás recuerden cuando el Dalai Lama fue obligado a dejar el Tíbet, no se marchó solo, le siguieron miles de seguidores, y le persiguió el ejercito chino. Durante la larga marcha, muchos de los tibetanos en desbandada fueron apresados y llevados por los chinos. La mayoría nunca más fue vista. Sin embargo, una persona logró huir después de veinte años de cautiverio, y logró llegar a la casa del Dalai Lama en Dharamsala. Como se podrán imaginar, el Dalai Lama sintió dicha al ver de nuevo a este hombre, y en ese instante le concedió una entrevista. Cuando el Dalai Lama le preguntó que cómo estaba, respondió: “Santidad, ahora estoy bien, pero estuve en grave peligro.” “¿Cuál fue ese peligro?” inquirió el Dalai Lama. “Estaba en peligro de perder mi compasión por los chinos.” Cuando me contaron esta historia, me conmovió en lo profundo. Porque me habla de la lucha heroica del espíritu humano que trata de sostenerse y vivir de forma tal que rinda honor a sus más altos ideales. A veces es más fácil morir por nuestros principios que por cumplirlos en vida.

Dejemos ahora el dominio religioso y sigamos explorando el tema del perdón desde la perspectiva de mi consultorio.

La primera historia comenzó hace muchos años, cuando “El “Prefecto” me fue enviado para un tratamiento de psicoterapia. Era joven aún, pues cuando nos conocimos, no llegaba a los treinta. Tenía modales gentiles, agradables. Su aspecto era distinguido, era homosexual, alto, bien parecido. Acababa de llegar a Londres desde el norte del país. Provenía de un medio de clase trabajadora y se había graduado de profesor de música y enfermero. Cuando nos conocimos, trabajaba como enfermero psiquiátrico en una unidad asistencial. También estudiaba para asistente terapéutico. Vino a verme por dos motivos; uno era puramente formal: tenia que estar en terapia mientras estudiaba; el segundo, que me pareció más revelador, era que sufría de un bloqueo emocional, y necesitaba ayuda para superarlo. Sobreponerse a su bloqueo emocional es el tema es de esta historia.

Cuando mi mente vuelve a esos primeros días, recuerdo con claridad una cosa. El “Prefecto” no confiaba en mi para nada. Yo lo veía como un hombre dentro de una fortaleza. Le tenía miedo, y no me atrevía a acercarme mucho, ya que el espacio que lo rodeaba, estaba minado. Esas minas emocionales detonaban todo el tiempo, ante la más mínima expresión de emoción, y lo hacían sin preaviso. Visto desde el ahora, la imagen del “Señor Data”, de la serie de televisión de “Viaje a las estrellas”, me viene a la mente. A lo mejor recuerdan que el “Señor Data” es un androide con una increíble capacidad mental pero carente de sentimientos, y siempre desconcertado y fascinado por las reacciones humanas. El “Prefecto” era un poco así, defensivo e insistente en mantener su distancia. Este es un problema al que uno tiene que enfrentarse con frecuencia en este trabajo. Como dije anteriormente, el proceso de la psicoterapia es, por su naturaleza misma, un proceso muy íntimo. Es un profundo periplo de cuestionamiento en el corazón, y exploración de la mente. Cuando los pacientes vienen a terapia, por lo general han sufrido daño, la vida les ha dado duro. Tienen miedo, necesitan confiar en alguien, pero no saben en quien pueden confiar. Por eso, no sorprende que la parte inicial del tratamiento de un paciente con frecuencia consista en tratar de sobreponerse a sus temores y traspasar las barreras que erige en el camino de la relación. La verdadera intimidad puede asustar mucho, y los pacientes a veces pueden sentir que acercarse al terapeuta los podría volver más vulnerables que nunca antes -desnudos, expuestos e impotentes bajo la mirada fija de un ojo antipático, frío y dispuesto a juzgar con severidad. La confianza entra en la psicoterapia como lo hace en cualquier relación: cuando una persona cree que el otro ser alberga buenas intenciones.

Durante mucho tiempo, El “Prefecto” no creyó para nada que yo tuviera ninguna buena intención con respecto a él. Para él, yo jamás había probado la “leche de la bondad humana”. Estaba siempre en guardia, expectante, y atento, tratando de descubrir un sentido secreto y siniestro detrás de cualquier cosa que yo dijera o hiciese. Entre otras cosas, me ocultaba aspectos importantes de su vida durante meses o a veces años enteros, y luego me atacaba y usaba el hecho de que había sido capaz de esconder estas cosas para comprobar que yo no valía nada. Yo no era una persona real para él, sino un mero intruso que había que mantener a distancia segura. Visto esto desde otra perspectiva, podríamos decir que tenía una columna vertebral bien desarrollada, que era el origen de su fuerza y su resistencia, pero desafortunadamente tenía el corazón cerrado, sin desarrollar y vulnerable.

Entonces, veamos: ¿Por qué no funcionaba bien el corazón del “Prefecto”?. Descubrí que lo que pasaba en su corazón era que tenía dos grandes problemas interrelacionados. El primero, consistía en una relación distante, fría y llena de resentimiento con su padre; el segundo, que su homosexualidad no integrada lo había vuelto irritable, hipersensible y desconfiado. La terapia del “Prefecto” tomó mucho tiempo, y estos dos problemas que acabo de explicar ocuparon buena parte de nuestro tiempo y energía. Llegar a conocerlo era un poco como estar en un purgatorio. Yo estaba siempre a la espera de que su juicio cayera sobre mí, estaba siempre a punto de haber cometido algún “error”. O no le contaba suficiente, o hablaba demasiado, y claro, siempre decía lo que no había que decir. El resultado fue constante: yo no servía para nada, y el juez del diván estaba siempre presto y al acecho para condenarme y dejármelo saber cada vez, todas las veces.

Detrás de su cariz de cortesía, el “Prefecto” era bravo y amargado, en especial frente a su padre, a quien vivenciaba como frío, terco, distante y sumamente estricto. Sentía que su padre siempre se había entrometido en su relación con su madre, a quien él adoraba. Sentía que su padre desaprobaba su sexualidad. Era el mayor de dos hermanos, pero antes de nacer él, sus padres habían tenido una hermana. Cuando nació ese bebé, la madre y la hija se enfermaron gravemente, y tristemente el bebé murió a las dos semanas. El “Prefecto” sentía resentimiento porque creía que el padre nunca le permitió a la madre experimentar un duelo correcto. No pudo perdonarle a su padre no haberle contado nunca a su madre donde estaba enterrada su pequeña hermana. Este incidente puede mirarse desde una variedad de ángulos. Me concentraré en uno sólo: la amargura que nuestro amigo experimentaba en su corazón. El triste incidente confirmó para él la justicia de su juicio sobre la culpabilidad de su padre y reforzó su visión de lo desalmado y duro que él era. Este resentimiento enconado e infectado contra su padre lo privó de sentir paz. No podía sentir paz porque estaba en guerra.

A medida que avanzó la terapia, el paciente me oponía una pared de desconfianza y ostentaba un determinado aire de superioridad sarcástica, que lindaba con el cinismo. Me encerró en una caja con el membrete “homofóbico”, cerró la tapa y me dejó ahí para que me pudriera. Por si no sabe el significado de la palabra, “homofóbico” es aquel a quien le disgustan las personas homosexuales, o por lo menos que los mira desde una posición de superioridad y los desprecia. Nada que yo pudiera decir o hacer lo persuadía de que no era así. Me miraba con un ojo que estaba fijado en el canal de la desconfianza, y así cualquier cosa que yo dijera caía bajo sospecha. Para hacer corto un cuento muy largo, después de algunos años de trabajar juntos de esa manera desazonada e insatisfactoria, habíamos logrado establecer una relación de trabajo más o menos razonable, del género “incómodo”. Hasta que un buen día, mientras él me estaba acusando, como solía hacerlo habitualmente, de no comprender su homosexualidad, de ser insensible y despreciarlo porque era gay. Hasta ahí, todo iba como de costumbre; pero entonces, en determinado momento dijo que yo nunca sería capaz de comprender su posición, porque yo nunca había pertenecido a una minoría perseguida, y que por ende no tenía ni idea de cómo se sentía eso. Después de decir esto, se cortó, recapacitando de repente. No tuve que decir nada, él mismo empezó a cuestionarse: ¿Cómo pudo decirme algo así, cuando sabía muy bien que yo era judío -después de todo el desamor, el prejuicio y la persecución que el pueblo judío había sufrido en su historia?

Este fue el principio de un cambio en el corazón. El “Prefecto” empezó a mirarme de otra manera, una manera más gentil y menos dura. Fui perdonado y se me permitió salir de mi pequeña celda. Fui reconocido como persona diferente de él, que también había sufrido en esta vida. El “Prefecto” podía comenzar a aceptar que yo estaba trabajando por él, en la medida de mis posibilidades. Finalmente me permitió entrar en la zona más reservada y sensible de su corazón.

Al considerar esta situación en su esencia, veo a este incidente como un acto de perdón. El me estaba perdonando no sólo por ser homofóbico -sin importar que yo lo fuese o no- sino por algo mucho más importante. Me estaba perdonando por ser quien soy, alguien diferente a quien él quería que yo fuera. Este acto de perdonar, en esencia un acto de generosidad de su corazón, descongeló nuestra relación.

El “Prefecto” permitió entonces que la relación fuera más libre, y confió en ella lo suficiente para dejar que fuera tal como era. A medida que nuestra relación se fue desarrollando, muchas zonas de su corazón y su mente que habían estado cercadas y vedadas empezaron a abrirse. Una de las consecuencias directas de este descongelamiento fue que al poco tiempo pudo perdonar a su padre y hacer las paces con él. La discordia vieja y dolorosa que existía entre ellos se resolvió por fin. Esto ocurrió justo a tiempo, antes de morir su madre. Así, ella pudo ser testigo y disfrutar de esta sanación que había tenido lugar en su familia. La terapia del “Prefecto” continuó por mucho tiempo después de esto, y llegó a ser una experiencia con mayores réditos aún. Por si usted se lo está preguntando: no, no dejó de ser homosexual, pero ahora podía serlo sin complejo de inferioridad. Es más, empezó a estudiar y se graduó de psicoterapeuta. Estoy seguro que debe ser un buen analista, pues toda su lucha y su sufrimiento hicieron algo por él, y algo de gran valor, lo volvieron un ser humano con mayor humildad, y le despertaron la compasión. Sólo quienes ‘se sienten bien en su pellejo’ (como dicen los franceses), son capaces de expresar verdadera humildad.

La forma más alta de la comunicación es la reconciliación. Mi experiencia me ha enseñado que el perdón de un padre o de una madre es de importancia vital para la salud mental y el equilibrio de un ser humano. Cómo se relaciona uno con sus padres en su fuero interno está íntimamente ligado a cómo se siente uno con respecto a sí mismo, a sus raíces, a su pasado, y al mundo.

El segundo caso que voy a compartir con ustedes se trata del perdón de la madre. Es la historia de la señora “Corazón de Oro”, la caída de treinta centímetros, y la carta. La señora “Corazón de Oro”, una mujer atractiva de unos cuarenta y pico de años, vino a verme un día. Estaba felizmente casada, con tres lindos niños, y tenía éxito en su carrera profesional de asistente terapéutico. Su mayor queja era que tenía una madre imposible. Tenía con ella una pésima relación que la había llevado a decidir que la única solución era cortar de raíz con su madre. El último enfrentamiento había tenido lugar cuatro años antes, al poco tiempo de morir el padre, y desde entonces no habían vuelto a comunicarse.

A la señora “Corazón de Oro” le asistía algo de razón. Su madre, la señora “Corazón de Hierro”, era una dama muy fuerte, terca y difícil. Había sufrido bastante, y mucho sufrimiento les había causado a quienes la rodeaban, ya que era de poco entendimiento. La señora “Corazón de Hierro” parecía tener una fuerte tendencia negativa hacia su hija, y podía ser muy destructiva y desmoralizadora; una mujer compleja, explosiva y difícil de manejar. A pesar de esto, la señora “Corazón de Oro” se sentía muy culpable y desdichada por no estar viéndose con su madre, y tenerla en una situación de abandono. Pasaban los años, y ninguna de las dos se estaba volviendo más joven. ¿Mi consejo? Pues que estaban en una posición imposible, y que yo no creía que las acciones racionales por sí solas fueran capaces de resolver la situación. Requería algo más radical. Entonces le propuse una ‘caída de treinta centímetros’. En este contexto, la caída de treinta centímetros significaba que la señora “Corazón de Oro” tenía que cambiar el objeto de su atención. Su atención tenía que desplazarse desde la lógica de una mente predispuesta a juzgar, hacia las razones que tiene un corazón tierno. Discutimos a nuestras anchas el valor y la importancia y las dificultades del perdón -y en particular, el de perdonar a su madre.

La señora “Corazón de Oro” estaba desgarrada. Por un lado, quería de veras perdonar a su madre y dejar que lo pasado, pasado fuera. Pero por el otro, le daban miedo las posibles consecuencias para ella y su familia si dejaba que su madre entrase nuevamente en sus vidas. Le daba miedo que fuera a apoderarse de ella y dañarle la vida. Tenía que encontrar una nueva distancia, una distancia óptima desde donde conducir una relación en la que ella no se sintiese ni invadida, ni aislada.

Esta es una historia con un final feliz, pues la señora “Corazón de Oro” fue capaz de ejecutar la hazaña de la caída de treinta centímetros. Perdonó a su madre y estableció con ella una nueva relación. No digo que fuera una relación fácil: nuestra amiga tenía que estar alerta y consciente, para no caer en viejas mañas y maneras malsanas de relacionarse. A manera de ilustración: en uno de los respiros de la terapia (por vacaciones), la señora “Corazón de Hierro” se estaba comportando de manera especialmente difícil, y la señora “Corazón de Oro” no me tenía a mi cerca para discutir lo que estaba ocurriendo. Entonces hizo la segunda cosa posible, me escribió una carta, que nunca envió, explicando en detalle lo que su madre le estaba haciendo, y lo sentida y enojada que estaba. Ahí mismo volvió a entintar el papel, y le escribió la siguiente carta a su madre:

Querida Mamá:
Siento mucho que te molestases tanto ayer. Sé que he estado demasiado ocupada últimamente y ha resultado difícil hacerlo todo bien. Pero te pido que tengas paciencia.
Sé que dijiste que no querías continuar nuestra relación, pero me parece que hemos recorrido mucho camino. A veces ocurre que sentimos que damos dos pasos atrás para luego dar sólo uno hacia adelante, pero el camino no es siempre fácil ni va en línea recta. Y a lo mejor estás decepcionada de mí en este momento.
Me gustaría superar este problema que tuvimos ayer, porque en otros momentos hemos podido disfrutar mutuamente de nuestra compañía y compartir algo que vale la pena conservar.
Te pienso. Con el amor de siempre,
“Corazón de Oro”

Esta carta, tan bien escrita, fue una obra maestra del auto-control y de la habilidad para comunicar. Al no reaccionar con ceguera y automatismo a la provocación de la madre, al tomarse su tiempo y permitir que la rabia frente a la injusticia pasara, la señora “Corazón de Oro” pudo reflexionar y preparar una respuesta que fue apropiada y que ayudó a mantener la paz y preservar la frágil relación. Fue una respuesta hábil. Lo hizo con dignidad, y en consecuencia fue posible para ella conservar su propia integridad y la de su madre.

Los dos casos que acabo de describir contienen una lección importante. Nos enseñan que el perdón, la paz interior y la libertad están estrechamente conectadas, y proceden de dentro de nosotros mismos, y no de fuera. El perdón es la llave que accede al interior de nuestro ser. El estado de libertad, armonía y paz sólo puede ser alcanzado cuando estamos dispuestos a perdonar de todo corazón y sin ambigüedades. ¡Más fácil decirlo que hacerlo! Para perdonar a conciencia, uno tiene que saber qué es lo que está perdonando. Mi abuelo, que en paz descanse, solía decir: “Cuando algo queda bien comprendido queda completamente perdonado”. El perdón no es un cheque en blanco. Uno tiene que saber qué es lo que está firmando, qué es lo que duele, qué nos turba el espíritu y necesita de nuestro perdón. Perdonar es entregarle nuestra amorosa atención a determinados aspectos equívocos de nuestro pasado. Lo que no se ha considerado, permanece sin sanar. Tenemos que prestar atención, escuchar nuevamente, con cuidado, esta vez con un oído diferente, un oído amoroso, y mirar de nuevo con un ojo piadoso. Por medio de una actitud benigna, estamos entregando nuestra atención imbuida de amor. Así es como transformamos un incidente sin sanar; y en verdad, si nos sanamos es porque estamos liberando la cosa que nos atrapó, y la estamos dejando ir. La cosa queda liberada de nosotros, y nosotros quedamos liberados de ella. Esto trae una sensación de alivio a todos los participantes.

La capacidad de perdonar es el fundamento de la paz entre los seres humanos, las familias y las naciones. Si usted cree, como yo creo, que estamos todos interconectados, cada acto de perdón siembra una semilla de paz en nuestro mundo. Si no podemos perdonar y olvidar, al menos podemos perdonar y seguir adelante. No podemos cambiar el pasado, pero sí podemos dejarlo ir.

 

Dedico este escrito a las dos mujeres notables: Margaret Shepherd, verdadera hermana de Sión, y Mimi Feigelson, quien abrió mi corazón a Jerusalén.